24.4.07

DOMINGO PANADERO (1999)













*
(11/4/82)


Cayó sobre el jardín; su última almohada
fue de césped y otoño. Abril llegaba
con lentitud de herrumbre, marchitaba
una brisa de estío demorada.

Lo presiento feliz en el momento
de color de quietud definitiva.
(¿Estaría allí mi madre –fugitiva
de otra dimensión– para el encuentro?)

Su final se perfila alegoría:
como vivió en la luz partió temprano,
comiendo pan –amigo de sus manos–
nacido de su paz y su alegría.

Mi padre, mi mejor, el bueno obrero,
mi Domingo del alma panadero.



*
(La otra panadería)

Dejaste que el patrón bajara la persiana
como en día feriado
y fuiste por tu changa a otra panadería.

Ya no amarán tus grandes manos
la harina del pan de los mortales;
desde hoy es distinto:
con tu mandil de bolsa blanca
y tu vino escondido entre las nubes
amasarás el pan para los ángeles.



*

(Desquerer)

Cuando te desquería
naufragaba en un odio profundo por mí mismo
porque ignorabas ese otro sentimiento
que rompía las compuertas de mi ira más recóndita
y soltaba a tus playas mis mareas oscuras;
aguas que ni rozaban las tranquilas orillas de tu vida;
antes de llegar se habían aquietado,
estabas libre de mis salpicaduras.
No sabía agitar mi pequeña tormenta
o no podía contra tu amor, más grande.

Ahora lo sé desde el mismo lugar que ocupaste;
mi hijo continúa el juego
en el mismo sitio que fuera mío antes,
y el ciclo se repite:
su turbulento desquerer viene hacia mí
en oleadas que no logran tocarme
como las mías de entonces nunca te alcanzaron.

Así ensayan una vez y otra más –hasta aprenderla–
esa forma de amar, que es querer sin saberlo.



*

(Sincronía)

Intentando descubrir los juegos
que mi hijo nombra en su íntimo idioma,
te vi venir, papá, cruzando el patio
cuarenta años atrás en el recuerdo,

al tiempo que armaba con sus cubos
una babel multicolor y perfectible.
Vos estabas por la pileta grande
a dos pasos apenas del umbral de la pieza,

mientras él coronaba su abigarrado invento
con un camión pesado que apresuró el derrumbe.
En la mesa dejaste tu pan y la sonrisa
y acomodaste tu cansancio junto al vaso.

Nicolás vino a mí –olvidado su juego–
me abrazó las rodillas, dijo papá, riendo,
en el preciso instante de encuentro de destinos
que corrí hacia vos: Buenos días, papá.



*


Todos los jubilados se parecen en la buseca gorda de los mediodías;
vos también tenías algo de ellos: en el vino tinto,
el toscano mordido y cenizas sobre el pantalón,
en los diálogos surrealistas
con que pretenden arreglar el mundo,
mientras el tiempo roe los minutos
que escurren hacia la alcantarilla.

Esto ocurre, papá,
comiendo solo en una mesa pobre de arañado hule
acribillado por extinguidos puchos,
de una fonda aún más pobre todavía,
donde el hambre llega y se va con hambre
(no más que ver el gato que subsiste sólo de puro estoico);
pensando en vos, almuerzo frente a un anciano sin paloma
empeñado en devorar su poco guiso a golpes de gastadas encías.

Levanto en silencio el ordinario vidrio,
digo salud papá y yo soy vos que bebe,
porque en un jubilado que se fue sin propina 

y se perdió en la calle con su oficio de olvido,
hoy te volví a tener intensamente.



*

(Deudas)

Te debo cosas tan pequeñas
que por pequeñas son muy grandes, y duelen.

Verte una vez más sin mezquinos apuros;
un ¡te extraño! alarido, sin vergüenza;
la compañía retaceada cuando quedé sin madre:
sólo vi mi dolor, no me acerqué a tu llanto,
permití que una copa ganara mi lugar
y un mostrador te dio consuelo falso.

Te debo el picoteo musical de la Remington
cuando empecé a poner en líneas desparejas
la prosa del vivir en tonos neutros
–emoción, garra, nervio de los primeros versos–.

Te debo mi mano apretando la tuya que alentaba a la mía
y ese último abrazo que aún siento presionar mis espaldas
como el adiós final que te callaste.

Te debo desde el comienzo de la alegría
hasta el vacío de la pena
porque en el medio está mi vida.

Sólo mi muerte –viejo– no entrará en esta deuda.


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